lunes, 11 de febrero de 2013

Las lágrimas de niebla de un suicida

          El débil toqueteo de una lejana campana al anunciar las doce del imperio de la oscuridad me despertó de mi letargo. Pude apreciar que me encontraba abrazado por una blanca niebla y al no sentir frío en el cuerpo recordé que estaba muerto.
         Desde mi posición elevada intenté vislumbrar a través del mar neblinoso la actividad mortal. Solamente la luz de las farolas se abría paso por la blancura que dominaba la oscuridad, al igual que los pasajeros faros de algún coche. A lo lejos se escuchaba la monótona melodía recitada por el paso caudaloso del rió, madre de la niebla y verdugo mío. No hacia muchas lunas de la noche en la que decidí entregar mi vida a las profundidades de las aguas. Solo se cumplían siete años desde que deje de respirar y comencé mi condena por los páramos desiertos de la humanidad. Condenado a vagar, viendo sin ser visto, sintiendo sin ser sentido, llorando sin ser consolado… amando sin ser amado. Mi corazón estático se marchitaba mientras conservaba la banal esperanza de que algún día aquel castigo por el crimen cometido contra mi propia existencia me fuera perdonado. Desgraciadamente parece ser que no hay compasión para un suicida,
aunque este arrepentido.
          No hay nada más insoportable que la soledad y una vida sin nadie que te quiera. Eso es lo que me había empujado al suicidio, la soledad. Creyendo que la muerte solucionaría mis agravios resultó ser al revés. Una cruel ironía de la vida que dejaba para sumergirme en la más desalentadora muerte en vida. Mi alma sufría más que antes condenada a ser los ojos que se fijaban en miles de rostros y el rostro que nadie ve. Solo, solo por siempre, merodeador de la oscuridad, embajador de la noche y soberano de la niebla…
...

          La mente de una persona condenada a estar sola bulle de imaginación. Cuando tu única compañía eres tú mismo no tienes otra salida que ser lo más fuerte posible para no caer en la locura.
          Esta alma errante devoraba las noches observando las vidas de los mortales, deseando el calor de sus manos y el brillo de sus ojos. Deseos que nunca se verían satisfechos. También pasaba los días recordando su antigua vida y maldiciendo a aquellos que le habían imposibilitado disfrutarla.
          Transcurrían las horas muertas del alma del difunto, los días, las semanas, los meses, los años… poco a poco fue cayendo en la demencia, un pozo sin fondo del que creía haberse librado después de la muerte.      Olvidando su realidad volvió a plantearse el suicidio, pero recordó que ya no había escapatoria posible. ¿Por qué él, un ser tan miserable y finito, era merecedor de un tormento infinito? No hay perdón para el crimen que cometió.
          Una nueva noche adornada por la niebla, cerca de la orilla del río vio aparecer la silueta de una joven que sollozaba. Al ver un rostro tan bello y delicado sumido en esa amargura sintió como su desgarrado corazón volvía a recobrar un atisbo de vida de los días pasados. Se acerco a ella y examino su mirada. Eran unos ojos brillantes, rebosantes de calor y vida. Pero en ellos también pudo distinguir la decisión. La misma
decisión que él había sentido hacía ya irrecordables años: aquella criatura iba a
suicidarse de la misma forma que él.
           Consciente de que los mortales no podían escucharle, ni verle, ni sentirle… gritó contra toda esperanza:
          -¡No lo hagas!
          Para asombro suyo la chica se detuvo anonadada. Le había escuchado. Pero aquello era imposible, el no podía hablar con nadie, no podían escucharle. Él estaba muerto. Pero… ella le había escuchado.
          -¡Detrás del agua de ese río solo te espera la soledad! Créeme, tengas el problema que tengas la solución no está en el fondo de ese río.
           La chica continuaba congelada, sin desviar la mirada del punto al que estaba mirando antes de escuchar la voz del suicida. Una mueca que reflejaba el temor que sentía comenzó a dibujarse en su cara.
Lentamente giró la cabeza, como si pensara que el hecho de hacerlo más rápido pudiera  hacer que su locutor desapareciera, y miró fijamente al espíritu. En el momento en que sus miradas se cruzaron, el muerto comenzó a sentir una chispa de vida en sus entrañas. Pero en el fondo sabía que eso era imposible y que eso solo podía ser fruto de su imaginación. Aun así, lo sentía.
            -No lo hagas- volvió a decir con más calma que antes.
            -Yo… yo…-La chica balbuceaba y poco a poco fue perdiendo el aplomo que sentía en sus primeros instantes de su mortal visita al río.
             -Tranquila, te comprendo… más de lo que puedes imaginar. Ahora… ¿Por qué no te alejas de ahí y me cuentas lo que te pasa?
            Pasaron unos segundos hasta que su cuerpo de la joven respondió y comenzó a alejarse. En
el momento en que se apartó del caudal, el río emitió un desgarrador rugido, pesaroso de haber perdido a una nueva víctima a la que engullir.
            Ambos, muerto y viva, comenzaron a hablar de sus problemas. El primer contacto fue tímido, pero a medida que las palabras salían de sus bocas comenzaron a hacerlo con mayor fluidez. Hablaron durante horas que se pasaron como segundos para el difunto, y él tuvo la sensación de que para la viva también. Fue un plazo de tiempo que se disolvió como un suspiro. Finalmente la conversación pasó de temas lúgubres a alegres hasta que llegaron a exponer sus sentimientos. El espíritu agradeció que su acompañante no pareciera fijarse en sus ojos apagados y disfrutó del calor que desprendían los de la chica. Un calor que le
descongelaba el corazón y le hacía sentir sensaciones que creía ya olvidadas, aunque en el fondo sabía que aquello no era posible.
           Los dos pararon de hablar casi al mismo tiempo, como si lo hubiesen planeado. Ninguno pareció darse cuenta del silencio que les regalaba la noche –Únicamente interrumpido por el sonido del río- y ambos mantuvieron los ojos fijos en los de su acompañante.
         En aquella noche de niebla hablaron las miradas, hablaron la vida y la muerte y decidieron que se amaban y, para asegurarse de que aquello era algo cierto, cerraron su silencial dialogo con un abrazo que acabó convirtiéndose en un apasionado beso.
          Esa noche de frío aire blanco, el suicida se alegró de pensar que nunca volvería a estar solo. Y, al tocar la cálida piel de la chica, la sangre de su cuerpo despertó de su sequía y comenzó a recorrer su insensible cuerpo tal y como lo había hecho en tiempos pasados. ¿Podría ser que algún tipo de misericordia divina le había levantado el castigo? En su fuero más interno él sabía que aquello no podía suceder. Un muerto está muerto para siempre. Sin hacer caso a su lógica volvió a deleitarse al notar que la chica no se retiraba al sentir el tacto fúnebre de sus labios. Durante el tiempo en que estuvieron sometidos bajo la dictadura de sus corazones los minutos guardaron silencio y se disiparon al igual que el voraz rió que no osó romper la escena con sus bramidos, y todas las realidades que les rodeaban quedaron resumidas en un único sentimiento: el mismo que uno y otro sentían.
         Al separar sus rostros, sus miradas volvieron a colisionar. Poco a poco el ambiente regresó a su rutina: el tiempo circulo de nuevo, el agua entorno su melancólico canto, y las realidades que habían quedado reducidas a una, volvieron a dividirse y cada elemento ocupó el lugar que le correspondía en el mundo. Fue como si nada hubiera ocurrido en aquella olvidada orilla. Incluso el espíritu notó como su cuerpo moría otra
vez.
        -Sabes que estoy muerto… ¿Verdad? Tú sabes que no soy de este mundo… ya no lo soy.
        -¿Sabes tú que yo me sentía muerta y ahora me siento totalmente viva? Tú me has devuelto las ganas de vivir.
       -Yo he sentido lo mismo… pero no es lo mismo… Quiero decir, tú estás cálida y la sangre desfila por tus venas yo en cambio no tengo ni siquiera sangre. ¡Mi rostro es invisible! Estoy maldito… no quiero… no debo destrozarte más la vida, yo elegí un camino y me equivoque. Tú no deberías hacer lo mis…
        La chica no le dejo terminar. Tornó a posar sus labios en los del espíritu y le enmudeció. Entonces , él creyó que sus pulmones se llenaban de aire y todo lo demás le dio igual. Estaba vivo, vivo otra vez y nadie podría arrebatárselo nunca.
       Aunque en el fondo de su corazón yerto, él sabía que toda la vivencia de aquella noche era una mentira de autocompasión, un regalo de su imaginación que le había dado lo que más anhelaba de este mundo: una mentira más preferible que su cruda realidad. Pero una mentira al fin y al cabo. Una esquizofrenia. Su inaceptable verdad era que él estaba muerto. Muerto y condenado sin perdón a la soledad por los siglos de los siglos.

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