Desde mi posición elevada intenté
vislumbrar a través del mar neblinoso la actividad mortal. Solamente la
luz de las farolas se abría paso por la blancura que dominaba la oscuridad, al igual
que los pasajeros faros de algún coche. A lo lejos se escuchaba la monótona melodía
recitada por el paso caudaloso del rió, madre de la niebla y verdugo mío. No hacia muchas lunas de la noche
en la que decidí entregar mi vida a las profundidades de las aguas. Solo
se cumplían siete años desde que deje de respirar y comencé mi condena por los páramos
desiertos de la humanidad. Condenado a vagar, viendo sin ser visto, sintiendo
sin ser sentido, llorando sin ser consolado… amando sin ser amado. Mi corazón estático se
marchitaba mientras conservaba la banal esperanza de que algún día aquel castigo
por el crimen cometido contra mi propia existencia me fuera perdonado. Desgraciadamente
parece ser que no hay compasión para un suicida,
aunque este arrepentido.
No hay nada más insoportable que
la soledad y una vida sin nadie que te quiera. Eso es lo que me había empujado
al suicidio, la soledad. Creyendo que la muerte solucionaría mis agravios resultó
ser al revés. Una cruel ironía de la vida que dejaba para sumergirme en la más
desalentadora muerte en vida. Mi alma sufría más que antes condenada a ser los ojos que se
fijaban en miles de rostros y el rostro que nadie ve. Solo, solo por siempre,
merodeador de la oscuridad, embajador de la noche y soberano de la niebla…
...
La mente de una persona condenada
a estar sola bulle de imaginación. Cuando tu única compañía eres tú mismo
no tienes otra salida que ser lo más fuerte posible para no caer en la locura.
Esta alma errante devoraba las
noches observando las vidas de los mortales, deseando el calor de sus manos y
el brillo de sus ojos. Deseos que nunca se verían satisfechos. También pasaba los
días recordando su antigua vida y maldiciendo a aquellos que le
habían imposibilitado disfrutarla.
Transcurrían las horas muertas
del alma del difunto, los días, las semanas, los meses, los años… poco a poco fue
cayendo en la demencia, un pozo sin fondo del que creía haberse librado después de
la muerte. Olvidando su realidad volvió a plantearse el suicidio, pero recordó que ya no
había escapatoria posible. ¿Por qué él, un ser tan miserable y finito, era merecedor
de un tormento infinito? No hay perdón para el crimen que cometió.
Una nueva noche adornada por la
niebla, cerca de la orilla del río vio aparecer la silueta de una joven que
sollozaba. Al ver un rostro tan bello y delicado sumido en esa amargura sintió como su
desgarrado corazón volvía a recobrar un atisbo de vida de los días pasados. Se acerco a ella y
examino su mirada. Eran unos ojos brillantes, rebosantes de calor y vida. Pero
en ellos también pudo distinguir la decisión. La misma
decisión que él había sentido
hacía ya irrecordables años: aquella criatura iba a
suicidarse de la misma forma que
él.
Consciente de que los mortales no
podían escucharle, ni verle, ni sentirle… gritó contra toda esperanza:
-¡No lo hagas!
Para asombro suyo la chica se
detuvo anonadada. Le había escuchado. Pero aquello era imposible, el no
podía hablar con nadie, no podían escucharle. Él estaba muerto. Pero… ella le había
escuchado.
-¡Detrás del agua de ese río solo
te espera la soledad! Créeme, tengas el problema que tengas la solución
no está en el fondo de ese río.
La chica continuaba congelada,
sin desviar la mirada del punto al que estaba mirando antes de escuchar la voz
del suicida. Una mueca que reflejaba el temor
que sentía comenzó a dibujarse en su cara.
Lentamente giró la cabeza, como
si pensara que el hecho de hacerlo más rápido pudiera hacer que su locutor
desapareciera, y miró fijamente al espíritu. En el momento en que sus miradas se cruzaron, el
muerto comenzó a sentir una chispa de vida en sus entrañas. Pero en el fondo sabía que eso
era imposible y que eso solo podía ser fruto de su imaginación. Aun así, lo sentía.
-No lo hagas- volvió a decir con
más calma que antes.
-Yo… yo…-La chica balbuceaba y
poco a poco fue perdiendo el aplomo que sentía en sus primeros instantes
de su mortal visita al río.
-Tranquila, te comprendo… más de
lo que puedes imaginar. Ahora… ¿Por qué no te alejas de ahí y me cuentas
lo que te pasa?
Pasaron unos segundos hasta que
su cuerpo de la joven respondió y comenzó a alejarse. En
el momento en que se apartó del
caudal, el río emitió un desgarrador rugido, pesaroso de haber perdido a una nueva
víctima a la que engullir.
Ambos, muerto y viva, comenzaron
a hablar de sus problemas. El primer contacto fue tímido, pero a
medida que las palabras salían de sus bocas comenzaron a hacerlo con mayor fluidez. Hablaron durante horas que se
pasaron como segundos para el difunto, y él tuvo la sensación de que para la viva
también. Fue un plazo de tiempo que se disolvió como un suspiro. Finalmente la
conversación pasó de temas lúgubres a alegres hasta que llegaron a exponer sus
sentimientos. El espíritu agradeció que su
acompañante no pareciera fijarse en sus ojos apagados y disfrutó del calor que
desprendían los de la chica. Un calor que le
descongelaba el corazón y le
hacía sentir sensaciones que creía ya olvidadas, aunque en el fondo sabía que aquello no era
posible.
Los dos pararon de hablar casi al
mismo tiempo, como si lo hubiesen planeado. Ninguno pareció darse
cuenta del silencio que les regalaba la noche –Únicamente interrumpido por el
sonido del río- y ambos mantuvieron los ojos fijos en los de su acompañante.
En aquella noche de niebla
hablaron las miradas, hablaron la vida y la muerte y decidieron que se amaban y, para
asegurarse de que aquello era algo cierto, cerraron su silencial dialogo con un abrazo
que acabó convirtiéndose en un apasionado beso.
Esa noche de frío aire
blanco, el suicida se alegró de pensar que nunca volvería a estar solo. Y, al tocar la cálida
piel de la chica, la sangre de su cuerpo despertó de su sequía y comenzó a recorrer su
insensible cuerpo tal y como lo había hecho en tiempos pasados. ¿Podría ser que algún
tipo de misericordia divina le había levantado el castigo? En su fuero más interno él sabía
que aquello no podía suceder. Un muerto está muerto para siempre. Sin hacer caso a su lógica volvió
a deleitarse al notar que la chica no se retiraba al sentir el tacto fúnebre de sus
labios. Durante el tiempo en que estuvieron sometidos bajo la dictadura de sus
corazones los minutos guardaron silencio y se disiparon al igual que el voraz rió que no osó
romper la escena con sus bramidos, y todas las realidades que les rodeaban quedaron
resumidas en un único sentimiento: el mismo que uno y otro sentían.
Al separar sus rostros, sus
miradas volvieron a colisionar. Poco a poco el ambiente regresó a su rutina: el
tiempo circulo de nuevo, el agua entorno su melancólico canto, y las realidades que
habían quedado reducidas a una, volvieron a dividirse y cada elemento ocupó el lugar que le
correspondía en el mundo. Fue como si nada hubiera ocurrido en aquella olvidada
orilla. Incluso el espíritu notó como su cuerpo moría otra
vez.
-Sabes que estoy muerto… ¿Verdad?
Tú sabes que no soy de este mundo… ya no lo soy.
-¿Sabes tú que yo me sentía
muerta y ahora me siento totalmente viva? Tú me has devuelto las ganas de vivir.
-Yo he sentido lo mismo… pero no
es lo mismo… Quiero decir, tú estás cálida y la sangre desfila por tus venas
yo en cambio no tengo ni siquiera sangre. ¡Mi rostro es invisible! Estoy maldito… no
quiero… no debo destrozarte más la vida, yo elegí un camino y me equivoque. Tú no deberías
hacer lo mis…
La chica no le dejo terminar.
Tornó a posar sus labios en los del espíritu y le enmudeció. Entonces , él creyó
que sus pulmones se llenaban de aire y todo lo demás le dio igual. Estaba vivo,
vivo otra vez y nadie podría arrebatárselo nunca.
Aunque en el fondo de su corazón
yerto, él sabía que toda la vivencia de aquella noche era una mentira de
autocompasión, un regalo de su imaginación que le había dado lo que más anhelaba de este
mundo: una mentira más preferible que su cruda realidad. Pero una mentira al fin y al
cabo. Una esquizofrenia. Su inaceptable verdad era que él
estaba muerto. Muerto y condenado sin perdón a la soledad por los siglos de los siglos.
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