Fue en septiembre del año 490 a.C, eso lo aseguro. El día puede ser erróneo. Pero, según los estudios, es bastante aproximado a este. Lo que viene a continuación no son datos enciclopédicos, para eso están los libros gordos y llenos de polvo de las estanterías y miles de paginas web. Es una pequeña narración de la batalla de Maratón cuyo aniversario se sabe que ronda esta fechas.
Nada más sigan adelante y encontraran lo prometido:
La
acometida raya la locura. No se detienen. El ejército griego ha perdido el
miedo y con él la capacidad de razonar. Los persas son los que contemplan
atónitos la escena. Esperan la señal para disparar con los arcos tensados.
Nunca habían visto un ataque como ése, todos temen a los arqueros de Persia y
huyen de ellos. Nadie los ataca.
Se grita la
orden: ¡Disparen! Las flechas
abandonan los arcos y comienzan un mortal ascenso. El sol es eclipsado por los
proyectiles, la tierra se oscurece por sus sombras, preludio de que la hora
mortal vuela hacia muchos de soldados helenos.
Una segunda
oleada de muerte se alza antes de que la primera llegue a su destino. No hay
miedo entre las filas atacantes, no desisten en su empeño de alcanzar su
objetivo. Entonces, la lluvia de saetas se precipita sobre ellos. Alzan sus
escudos y se cubren sintiendo como son echados hacia atrás cuando las flechas
se clavan en su madera. Algunos de los combatientes que no se han refugiado a
tiempo mueren en el acto o caen heridos en medio de aquel campo masacrado a
dardos. El ataque continúa, ahora orquestado por los alaridos de dolor de unos
pocos desdichados.
Los persas
vuelven a disparar, el cielo a oscurecerse y los griegos a abrigarse bajo sus
escudos. Más muertos, más heridos, más dolor en los lamentos de los luchadores…
Finalmente, después de varios diluvios punzantes, se produce la colisión del
ejército ateniense contra las filas persas.
Filípides
ya no escucha los latidos de su corazón, ni siquiera el estruendo de su incesante
respiración. Sus oídos solo se centran en el eterno fragor de la batalla. Las
picas griegas han herido a la primera fila de arqueros, se han abierto paso por
las armaduras de los enemigos con la misma facilidad con la que un cuchillo
penetra en el vientre de un conejo. Persia no estaba preparada para un ataque
de tal magnitud. Desde el primer momento de la embestida la victoria tiene
nombre ateniense.
La sangre y
el sudor barnizan su cuerpo lleno de heridas. Ya siente la creciente euforia
que mana de los rostros de sus compañeros, pero sabe que todo eso puede cambiar
para él si da un paso en falso. No hay tiempo para celebraciones anticipadas.
Cuando estás en la guerra la muerte mora en el metal de todos los hombres que
te rodean. Una flecha pasa zumbándole por el oído y se estrella en la pierna de
un soldado persa. Filípides observa como el hombre herido cae al
suelo y uno de sus compañeros le remata con su pica. Vuelve la vista al arquero
que le ha disparado y ve su mueca de hastío y decepción, la flecha destinada a
matar a ese griego ha sido la causa de la muerte de un persa. Carga el arco de
nuevo y dibuja la determinación en su rostro. Dispara. Filípides intenta
apartarse de la trayectoria del proyectil de un salto pero esta le abre una
herida dolorosamente profunda en el antebrazo. Desenvaina su espada con el
brazo ileso y corre en dirección hacia el soldado que ha intentado matarle dos
veces. No le da una tercera oportunidad. Antes de que se plantee poner otra
flecha en su arma es atravesado por el filo de la espada. La sangre hace acto
de presencia y le salpica de lleno.
En la playa
se esta produciendo otra matanza. A pocos metros de donde se ha producido el
choque, los persas están subiendo a sus barcas. Se rinden, dan esta batalla por
perdida y quieren salvar la vida. Los atenienses les persiguen y comienzan a
entorpecer la retirada. En esta parte del enfrentamiento los ejércitos se han
dispersado y reina el desorden. Los persas que huyen son más que sus cazadores
y la mayoría de estos lo pagan con su
vida. El mar recibe su tributo de sangre y se tiñe de escarlata.
Los que
siguen en el campo de batalla se enfrentan a un nuevo problema: los soldados de
la élite persa siguen prestando beligerancia. Sus corazas son más difíciles de
ensartar, sus armas mejores y su motivación mayor. Los descontrolados ejércitos
se juegan con cada mandoble de la espada la victoria. De súbito, desde la playa
llegan gritos que anuncian la retirada. Algunas naves persas ya han conseguido
partir llenas de soldados y en la orilla se disputa la salida de otras tantas.
Los soldados de élite acometen contra sus rivales y empiezan una carrera hacia
su único recurso de escapatoria. Los griegos que mantenían la posición en el
campo de batalla corren en auxilio de los que están muriendo en las arenas del
mar.
Cinegiro ha atrapado un trirreme lleno de
persas y lo agarra con testarudez, no piensa dejarlo huir. Comienza a
arrastrarlo hacia la playa con su fuerza animal. No piensa en el peligro. Esa
insensatez le costará la vida. Uno de los miembros de la tripulación alza su
arma y le corta un brazo. Cinegiro cae al agua entre alaridos de dolor
y la nave enemiga retoma su huida. La vida se le escapa por el muñón que ha
quedado en el lugar en el que antes solía estar su brazo. Por su cabeza pasan
miles de ideas para solucionar su estado: puede atarse una cuerda para cortar
el flujo de la sangre, quemarse la herida para cerrarla con el fuego, un
vendaje, reposo… intenta convencerse de que saldrá de ésta, pero en su interior
sabe que una magulladura de esa categoría en la guerra es mortal. Él mismo ha
visto morir a muchos hombres a causa de una amputación. La pérdida de sangre le
nubla la vista, todo se empieza a tornar de color negro. Finalmente la eterna
oscuridad se le traga y cae muerto en la orilla de la playa de Maratón.
Está bañado
en sangre. La cicatriz de la saeta no es la única del combate, ni la más
grande. Filípides otea el horizonte. Hasta donde le alcanza la vista sólo hay
muerte. Los gritos de dolor inundan el ambiente. Es el precio de la guerra. Es
el coste de la victoria. El grupo de griegos enviado en busca de los últimos
persas que no consiguieron subir a bordo de ninguna nave llega informando de
que han dado muerte a unos cuantos y han visto a los demás morir ahogados en
unos pantanos cercanos.
Las
aclamaciones de triunfo empiezan a tapar los aullidos de agonía. El enemigo ha
caído. Pero Filípides sabe que es demasiado pronto para certificar la victoria
sobre Persia. Los barcos que han escapado de la captura se encuentran lejos de
su alcance y podrían estar dirigiéndose a Atenas. Los enemigos habían jurado
que harían caer la desgracia sobre la ciudad cuando vencieran al ejército
griego. Matarían a los niños y violarían a las mujeres. Y las mujeres prometieron
a los soldados griegos que si no recibían noticias de victoria matarían a sus
hijos y luego se suicidarían para no caer en manos enemigas.
Los persas
no han ganado. Pero no están muertos. La ciudad está indefensa con su ejército
fuera de las murallas. Un ataque a la capital desprotegida haría mucho daño al
pueblo griego. Además, si el informe de la victoria no llega pronto, puede que
no quede nadie en Atenas para celebrarlo.
Una zancada
más. Otra. Deja una estela de polvo a su paso. Es veloz. Ningún otro soldado
sería capaz de igualarle. Está herido, moribundo. No importa, su misión es más
importante que su vida. Debe llegar. Quiere llegar. Ansia dar la noticia en la
ciudad. Pero duda de que sea capaz de dar un paso más sin que su corazón se
niegue a continuar latiendo. No importa, llegará Atenas con o sin latidos.
Mientras no enmudezca su voz nada podrá impedirle cumplir su cometido. La ciudad aparece a lo lejos. Falta poco para
el final, muy poco para el fin. Las heridas de la batalla no son nada
comparadas con la ofuscación que siente. Tiene alas en los pies. Delira de
alegría.
Entra en la
ciudad y continúa corriendo. La gente le mira asustada, su aspecto es más el de
un hombre derrotado que el de un vencedor. Todos intuyen que trae noticias. Filípides
intenta reunir fuerzas para gritar pero no lo consigue. Los ciudadanos
comienzan a seguirle con el espanto en la cara.
Filípides vuelve a intentar gritar, sabe que debe comunicar que Atenas ha
vencido para que los ciudadanos tengan la suficiente fuerza para resistir el
posible ataque de los persas mientras el ejército vuelve a su ciudad. La
información que trae es un aliento que les ayudará a seguir adelante si tienen
que defenderse. No puede gritar, ni siquiera susurrar.
Un anciano sabio de los que
mantienen discusiones en la stoa consigue agarrarle y detenerle. Filípides jadea.
-Dime hijo, ¿Qué nuevas traes?
Respiración entrecortada. Corazón
acelerado. Intentos de hablar.
-Habla hijo por el amor de los
dioses ¿Qué ha pasado?
-¡Alegraos
atenienses! Hemos vencido.
La misión
acabó con la última palabra de esa frase. El corredor sonrió y se desplomó en
el suelo. La muchedumbre comienza a rodearle pero él ya no la ve. La luz invade
su visión. Deja de sentir el cansancio y el dolor, es tan reconfortante. Antes
de abandonarse completamente a la nada no puede evitar regalarse unos minutos
de regocijo por el trabajo realizado. Ninguno podría haber llegado antes a
Atenas, seguro que saca al ejército más de un día de marcha. Gracias a él se ha
evitado un suicidio colectivo y la ciudad continuará viva. Ha merecido la pena
el esfuerzo.
El mar ruge
en Maratón. La lluvia comienza a precipitarse en los campos llenos de cadáveres.
No ha sido la primera guerra de la historia ni será la última. Una banda de
cuervos se acerca atraída por el olor a carroña. Comienza el festín.
Son los últimos
invitados de todos los conflictos
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