jueves, 13 de septiembre de 2012

Cuervos de Maratón


           Fue en septiembre del año 490 a.C, eso lo aseguro. El día puede ser erróneo. Pero, según los estudios, es bastante aproximado a este. Lo que viene a continuación no son datos enciclopédicos, para eso están los libros gordos y llenos de polvo de las estanterías y miles de paginas web. Es una pequeña narración de la batalla de Maratón cuyo aniversario se sabe que ronda esta fechas.
            Nada más sigan adelante y encontraran lo prometido:

            La acometida raya la locura. No se detienen. El ejército griego ha perdido el miedo y con él la capacidad de razonar. Los persas son los que contemplan atónitos la escena. Esperan la señal para disparar con los arcos tensados. Nunca habían visto un ataque como ése, todos temen a los arqueros de Persia y huyen de ellos. Nadie los ataca.
            Se grita la orden: ¡Disparen! Las flechas abandonan los arcos y comienzan un mortal ascenso. El sol es eclipsado por los proyectiles, la tierra se oscurece por sus sombras, preludio de que la hora mortal vuela hacia muchos de soldados helenos. 
            Una segunda oleada de muerte se alza antes de que la primera llegue a su destino. No hay miedo entre las filas atacantes, no desisten en su empeño de alcanzar su objetivo. Entonces, la lluvia de saetas se precipita sobre ellos. Alzan sus escudos y se cubren sintiendo como son echados hacia atrás cuando las flechas se clavan en su madera. Algunos de los combatientes que no se han refugiado a tiempo mueren en el acto o caen heridos en medio de aquel campo masacrado a dardos. El ataque continúa, ahora orquestado por los alaridos de dolor de unos pocos desdichados.
            Los persas vuelven a disparar, el cielo a oscurecerse y los griegos a abrigarse bajo sus escudos. Más muertos, más heridos, más dolor en los lamentos de los luchadores… Finalmente, después de varios diluvios punzantes, se produce la colisión del ejército ateniense contra las filas persas.

            Filípides ya no escucha los latidos de su corazón, ni siquiera el estruendo de su incesante respiración. Sus oídos solo se centran en el eterno fragor de la batalla. Las picas griegas han herido a la primera fila de arqueros, se han abierto paso por las armaduras de los enemigos con la misma facilidad con la que un cuchillo penetra en el vientre de un conejo. Persia no estaba preparada para un ataque de tal magnitud. Desde el primer momento de la embestida la victoria tiene nombre ateniense.
            La sangre y el sudor barnizan su cuerpo lleno de heridas. Ya siente la creciente euforia que mana de los rostros de sus compañeros, pero sabe que todo eso puede cambiar para él si da un paso en falso. No hay tiempo para celebraciones anticipadas. Cuando estás en la guerra la muerte mora en el metal de todos los hombres que te rodean. Una flecha pasa zumbándole por el oído y se estrella en la pierna de un soldado persa.   Filípides observa como el hombre herido cae al suelo y uno de sus compañeros le remata con su pica. Vuelve la vista al arquero que le ha disparado y ve su mueca de hastío y decepción, la flecha destinada a matar a ese griego ha sido la causa de la muerte de un persa. Carga el arco de nuevo y dibuja la determinación en su rostro. Dispara. Filípides intenta apartarse de la trayectoria del proyectil de un salto pero esta le abre una herida dolorosamente profunda en el antebrazo. Desenvaina su espada con el brazo ileso y corre en dirección hacia el soldado que ha intentado matarle dos veces. No le da una tercera oportunidad. Antes de que se plantee poner otra flecha en su arma es atravesado por el filo de la espada. La sangre hace acto de presencia y le salpica de lleno.
           
            En la playa se esta produciendo otra matanza. A pocos metros de donde se ha producido el choque, los persas están subiendo a sus barcas. Se rinden, dan esta batalla por perdida y quieren salvar la vida. Los atenienses les persiguen y comienzan a entorpecer la retirada. En esta parte del enfrentamiento los ejércitos se han dispersado y reina el desorden. Los persas que huyen son más que sus cazadores y  la mayoría de estos lo pagan con su vida. El mar recibe su tributo de sangre y se tiñe de escarlata.

            Los que siguen en el campo de batalla se enfrentan a un nuevo problema: los soldados de la élite persa siguen prestando beligerancia. Sus corazas son más difíciles de ensartar, sus armas mejores y su motivación mayor. Los descontrolados ejércitos se juegan con cada mandoble de la espada la victoria. De súbito, desde la playa llegan gritos que anuncian la retirada. Algunas naves persas ya han conseguido partir llenas de soldados y en la orilla se disputa la salida de otras tantas. Los soldados de élite acometen contra sus rivales y empiezan una carrera hacia su único recurso de escapatoria. Los griegos que mantenían la posición en el campo de batalla corren en auxilio de los que están muriendo en las arenas del mar.

            Cinegiro ha atrapado un trirreme lleno de persas y lo agarra con testarudez, no piensa dejarlo huir. Comienza a arrastrarlo hacia la playa con su fuerza animal. No piensa en el peligro. Esa insensatez le costará la vida. Uno de los miembros de la tripulación alza su arma  y le corta un brazo.  Cinegiro cae al agua entre alaridos de dolor y la nave enemiga retoma su huida. La vida se le escapa por el muñón que ha quedado en el lugar en el que antes solía estar su brazo. Por su cabeza pasan miles de ideas para solucionar su estado: puede atarse una cuerda para cortar el flujo de la sangre, quemarse la herida para cerrarla con el fuego, un vendaje, reposo… intenta convencerse de que saldrá de ésta, pero en su interior sabe que una magulladura de esa categoría en la guerra es mortal. Él mismo ha visto morir a muchos hombres a causa de una amputación. La pérdida de sangre le nubla la vista, todo se empieza a tornar de color negro. Finalmente la eterna oscuridad se le traga y cae muerto en la orilla de la playa de Maratón.

            Está bañado en sangre. La cicatriz de la saeta no es la única del combate, ni la más grande. Filípides otea el horizonte. Hasta donde le alcanza la vista sólo hay muerte. Los gritos de dolor inundan el ambiente. Es el precio de la guerra. Es el coste de la victoria. El grupo de griegos enviado en busca de los últimos persas que no consiguieron subir a bordo de ninguna nave llega informando de que han dado muerte a unos cuantos y han visto a los demás morir ahogados en unos pantanos cercanos.
            Las aclamaciones de triunfo empiezan a tapar los aullidos de agonía. El enemigo ha caído. Pero Filípides sabe que es demasiado pronto para certificar la victoria sobre Persia. Los barcos que han escapado de la captura se encuentran lejos de su alcance y podrían estar dirigiéndose a Atenas. Los enemigos habían jurado que harían caer la desgracia sobre la ciudad cuando vencieran al ejército griego. Matarían a los niños y violarían a las mujeres. Y las mujeres prometieron a los soldados griegos que si no recibían noticias de victoria matarían a sus hijos y luego se suicidarían para no caer en manos enemigas.
            Los persas no han ganado. Pero no están muertos. La ciudad está indefensa con su ejército fuera de las murallas. Un ataque a la capital desprotegida haría mucho daño al pueblo griego. Además, si el informe de la victoria no llega pronto, puede que no quede nadie en Atenas para celebrarlo.

            Una zancada más. Otra. Deja una estela de polvo a su paso. Es veloz. Ningún otro soldado sería capaz de igualarle. Está herido, moribundo. No importa, su misión es más importante que su vida. Debe llegar. Quiere llegar. Ansia dar la noticia en la ciudad. Pero duda de que sea capaz de dar un paso más sin que su corazón se niegue a continuar latiendo. No importa, llegará Atenas con o sin latidos. Mientras no enmudezca su voz nada podrá impedirle cumplir su cometido.  La ciudad aparece a lo lejos. Falta poco para el final, muy poco para el fin. Las heridas de la batalla no son nada comparadas con la ofuscación que siente. Tiene alas en los pies. Delira de alegría.
            Entra en la ciudad y continúa corriendo. La gente le mira asustada, su aspecto es más el de un hombre derrotado que el de un vencedor. Todos intuyen que trae noticias. Filípides intenta reunir fuerzas para gritar pero no lo consigue. Los ciudadanos comienzan a seguirle con el espanto en la cara.  Filípides vuelve a intentar gritar, sabe que debe comunicar que Atenas ha vencido para que los ciudadanos tengan la suficiente fuerza para resistir el posible ataque de los persas mientras el ejército vuelve a su ciudad. La información que trae es un aliento que les ayudará a seguir adelante si tienen que defenderse. No puede gritar, ni siquiera susurrar.
Un anciano sabio de los que mantienen discusiones en la stoa consigue agarrarle y detenerle.  Filípides jadea.
-Dime hijo, ¿Qué nuevas traes?
Respiración entrecortada. Corazón acelerado. Intentos de hablar.
-Habla hijo por el amor de los dioses ¿Qué ha pasado?
            -¡Alegraos atenienses! Hemos vencido.
            La misión acabó con la última palabra de esa frase. El corredor sonrió y se desplomó en el suelo. La muchedumbre comienza a rodearle pero él ya no la ve. La luz invade su visión. Deja de sentir el cansancio y el dolor, es tan reconfortante. Antes de abandonarse completamente a la nada no puede evitar regalarse unos minutos de regocijo por el trabajo realizado. Ninguno podría haber llegado antes a Atenas, seguro que saca al ejército más de un día de marcha. Gracias a él se ha evitado un suicidio colectivo y la ciudad continuará viva. Ha merecido la pena el esfuerzo.

            El mar ruge en Maratón. La lluvia comienza a precipitarse en los campos llenos de cadáveres. No ha sido la primera guerra de la historia ni será la última. Una banda de cuervos se acerca atraída por el olor a carroña. Comienza el festín.
            Son los últimos invitados de todos los conflictos  

No hay comentarios:

Publicar un comentario